El susurro del alma - El codigo
En las calles de la ciudad,
en medio de la noche, me arrastro, herido de muerte. Llevo años robando. Soy un
ladrón experimentado. Pero en el amor nunca fui un sabio. No creo que
sobreviva. Siento poco a poco como el sonido de sirenas se acerca. Es la policía.
Si, robe y mate a muchas personas.
Jamás mujeres y niños. Es el código. Pero tampoco mate por capricho. Menos por
encargo. Mate a quien siempre tenía mucho pero que había ganado su dinero de
manera deshonesta. Siempre mate a quien se lo merecía. A quien hacia sufrir. Y robe, a quien hacia de su tesoro una vida deshonesta.
El dolor en mi pecho es
insoportable, cada respiración es un desafío. Que irónico que muriese en manos
de mi suegro pensando que era un ladrón. Aunque lo soy, nunca le hubiese
robado. Lo único que robe fue el corazón de su hija.
Pero, lamentablemente la
noche, los cortes de luz, y la inseguridad hacen confundir a cualquiera. Mi
suegro no es una mala persona. Solo se confundió pensando que era un ladrón
común y corriente. pero no lo soy.
Me detengo y me recuesto contra
una pared, tratando de contener la sangre que fluye de mi herida. Recuerdo mi
vida, los atracos, las peleas, las traiciones. Me pregunto si valió la pena, si
alguna vez fui realmente libre. Las luces de la policía se ven más cerca y sé que no hay escapatoria.
Recuerdo a mi madre. La
abandone cuando era niño, y a mi padre también. El que se hacía llamar padre maltrato
toda la vida a mi madre. Lo último que supe de él es que murió en un accidente.
Lo atropellaron. Creo que la única que fue al entierro fue mi madre.
Mis recuerdos se mezclan con
la realidad. Ahora estoy en un callejón oscuro. Tengo la pistola en la mano
derecha. Y estoy esperando mi trágico final.
Los policías llegan al
callejón y me encuentran. He perdido tanta sangre que no tuve fuerzas ni para a
levantar el brazo ni para gritar menos para disparar. Siento como poco a poco mi alma se separa de mi
cuerpo.
Cierro los ojos y me dejo
llevar. Sé que mi destino ha sido sellado. No sé si por dios o por el diablo.
Mientras comienzo a desvanecerme
pienso en todas las persona que asesine. No espero que me perdonen. Pero si
espero que me perdonen sus familiares. Aunque es casi imposible. Espero no
haber arruinado tan profundamente la vida de la familia de mis víctimas
La oscuridad me envuelve
mientras la policía me desarma, me quita el arma, me recuesta, y me deja
acostado en la calle hasta que se vaya mi último aliento.
Comienzo a ver una luz brillante
que me llama. Al mismo tiempo que los policías se transforman en una especie de
demonio que reclaman por mi alma. Siento paz pero inquietud porque parece que
el cielo como el infierno me necesita.
Me despido de mi amada
compañera. La que me hizo dudar de mi vida criminal. Fue ella que me hizo ver
que podría estar equivocado y que la muerte forzada o asesinato no era la vía
regia para arreglar las cosas en esta vida.
Pero mi argumento más
potente fue siempre que las personas no cambian. Quien nace chueco muere
enredado en su propio desvío.
Siento el olor de mi amada. Una
conjunción de aromas suaves y sanadores. Siento que me acompaña. Y antes de cerrar
los ojos de manera definitiva mi amada mujer llego donde perdía mi vida poco a
poco.
En muy mal estado solo sentí
que acariciaba mi cara y besaba mi frente. Era increíble la sensación de paz
que removía mi existencia.
Cogí su mano y la puse en mi
pecho en señal de que mi corazón le pertenecía.
Cerré mis ojos y me
desconecte. Deje de sentir mi cuerpo. Deje de sentirme. Fue una sensación muy
extraña porque estaba pero no estaba en cuerpo y alma. Solo estaba en alma. Mi cuerpo
había quedado atrás.
Como si fuera en un viaje de
avión pero sin avión llegue a una especie de sala de juicios. En ella había solo
un juez. Al otro lado y en las sillas todas mis víctimas. Sus caras eran
extrañas. No podría decir que emoción brotaba de ellas ,ya que, no presentaban ninguna
pizca o asomo de expresión.
Naturalmente pedí perdón. Pero
también aclare que no me arrepentía. Y mi argumento más potente era que gracias
a mí, todas mis víctimas habían dejado de asesinar por placer. Por ver el
sufrimiento ajeno. Por gozar la muerte. Y que por tanto, todas mis victimas merecían
morir.
El juez golpeo fuertemente
su martillo en el estrado y al mismo tiempo toda mi visión se puso en blanco.
Aparecí en el hospital. Había
pasado un año. En coma inducido. Cerca de mi mujer amada. Afuera, dos policías
custodiaban mi estadía.
Estaba de vuelta. Y por primera vez en mi vida entendí que el cielo y el infierno no existen en esta dimensión. Y que esta dimensión, en donde estoy, es el purgatorio. No abrace la muerte en su totalidad. Y si estaba de vuelta, pensaba que algo le debía a Dios probablemente.
Dios dirá...
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