Desaparecidos / Epi 1 / La voz del silencio
DESAPARECIDOS
Durante los 16 años y 6 meses que duró
la dictadura cívico-militar en Chile, hubo 2123 personas asesinadas y a la
fecha existen 1093 personas detenidas desaparecidas cuyo destino final aún se desconoce.
En total, fueron 3216 personas ejecutadas o hechas desaparecer por el régimen.
De estas cifras globales tenemos que en promedio se asesinó o se hizo
desaparecer a 195 personas al año, o 16 personas al mes, durante la dictadura.
Si esto no logra dar una idea de lo que significó, pensemos que equivale a la muerte
o desaparición de una persona cada dos días.[1]
Respecto a la edad, fueron asesinados
o hechos desaparecer 191 menores de edad (6%), lo que muestra uno de los
aspectos más oscuros de la dictadura. Por otra parte, el grupo más numeroso fue
el comprendido entre 18 y 34 años, con 2180 personas (más de dos tercios del
total). Si a éste le sumamos el grupo de 35 a 44 años, tenemos que más del 80%
de los asesinados y desaparecidos (2652 personas) fueron adultos menores de 45
años, dejando claro el perfil etario de los perseguidos políticos por el
régimen.[2]
El viento del invierno en Santiago
de Chile es crudo. Santiago está en una depresión geográfica. Cerca de la
cordillera de los andes. Y, la ciudad es acompañada todos los inviernos por las
faldas de la cordillera. Y sus caprichos climáticos. .
El frio del invierno chileno
duele hasta los huesos. A veces, incluso no bastan cobijas, ni chalecos, ni
abrigos por que el frío sabe cómo entrometerse en el cuerpo de cualquier ser
humano.
A veces, incluso se puede
tener estufa, chimenea o cualquier elemento que de calor pero el frio al
parecer con conciencia te busca para compartir su frío.
Ese día el viento soplaba
con fuerza sobre las viejas casas de Puente Alto. En una de ellas, Teresa se
despertó con un sobresalto. Hace días Teresa no dormía bien. Eran las 02:47 de
la madrugada. Teresa despierta pero inmóvil comenzó a observar todo su dormitorio.
Se sentía el sonido del frío viento. Sentía su corazón como latía. A lo lejos
sentía un perro ladrar. Pero todo estaba en silencio. Casi a punto de dormirse
de nuevo, Teresa, sintió la voz de su hija, Camila, que retumbaba clara y
urgente desde el fondo del pasillo.
-
Mamá… ven…estoy aquí…mami…estoy aquí…aún
estoy aquí…
Teresa se levantó de la cama
rápidamente, sin encender la luz. Camino con los pies descalzos sobre la madera
fría, guiada solo por la voz que conocía mejor que la suya. Pero a llegar al
final del pasillo, lo único que encontró fue la sombra de una camisa colgada,
el gato de la casa moviendo la cola, el perro acostado durmiendo, la ventana
abierta y un eco que se desvanecía poco a poco.
Camila no estaba. Solo su
voz retumbaba en los odios de Teresa. Una voz dulce, alegre y llena de Fe. Ella estaba sola. Su esposo y padre de Camila después
de su desaparición no pudo con la tristeza. Teresa lo último que supo es que
estaba en el sur de Chile.
Camila tenía diecisiete años
y muchos sueños. Quería estudiar sociología, escribir poesía, cambiar el mundo,
tener éxito, independencia, estabilidad económica, formación profesional, y la
construcción de una vida personal plena. También anhelaba viajar, experimentar
nuevas culturas, y tener relaciones significativas, formar una familia, casa propia, casarse, y tener hijos.
Nadie sabía de ella. Solo los
vecinos entre susurros, afirmaban haber visto un auto gris sin placas
estacionado frente a la casa.
Cada mañana, Teresa anotaba
lo que recordaba de todos sus sueños en
un cuaderno forrado con tela azul. Había comenzado a hacer esto el dia en que
Camila desapareció. En el guardaba recortes de periódicos, frases que su hija solía
decir, poemas, y ahora, las palabras que escuchaba en sus
sueños.
-
No me olvides – decía Camila cada noche – en el
oído de su madre.
Teresa no lo hacía. A pesar
del miedo, había ido a las iglesias, a las oficinas de derechos humanos, a
carabineros, a la policía de investigaciones, al estadio nacional. Mostraba la
foto de su hija a todo aquel que quisiera verla: Camila era una hermosa joven de cabello liso, con una
sonrisa tranquila y unos ojos que parecían ver más allá del presente.
Pero las autoridades siempre
respondían con evasivas, con silencios que pesaban más que cualquier palabra.
Una mañana de junio,
mientras Teresa colgaba ropa en el patio, su vecina Carmen cruzó el muro de
plantas para hablar con ella.
-
Teresa – dijo Carmen en voz muy baja y casi
temblando-
-
Hola Carmen. Dígame vecina.
-
La escuche… anoche…anoche la escuche…a tu
hija…yo tambien la oí…y…no es la primera vez…
Teresa dejó caer una prenda
mojada.
-
¿qué dijiste Carmen?
-
Lo que escuchaste Teresa. Ayer escuche a tu
hija. Soñé que me decía que aún estaba cerca, que no debíamos rendirnos. Que nunca
se iría. Me desperté llorando, como si de verdad hubiera estado aquí.
Ambas mujeres se quedaron en
silencio. De un momento a otro se abrazaron y lloraron en silencio.
Con los días, Teresa, supo
que desde la desaparición de su hija, otras madres del barrio habían compartido historias
similares. Voces en los sueños, pasos al amanecer, la sensación de una
presencia que nunca se iba del todo. Era su hija; Camila.
Después de eso y todos los días,
Teresa a la hora de la once (17.00 hrs) se preparaba un café y un pan con jamón
y queso. Colocaba la mesa en su patio con algunas sillas. Casi siempre Carmen
le acompañaba. Otros días, otros vecinos le hacían compañía. A ratos comían, a
ratos se producían momentos de silencio, pero Teresa nunca estuvo sola.
Y antes de acostarse, y
todos los días, Teresa iba a la puerta de su casa miraba al cielo y pensaba: “la
memoria de los desaparecidos puede tejer puentes invisibles entre quienes aman
a quienes partieron antes”.
Yo tengo un puente invisible
contigo…hija mía…mi sol…- rezaba Teresa todas las noches-
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