Desaparecidos / Epi 2 / Los Muros De Providencia
Era un invierno inusualmente
gris cuando la familia Aránguiz regresó a Santiago, luego de más de cuatro
décadas en el exilio. Exiliados no por política, como tantos otros, sino por
algo mucho más íntimo, mas oscuro. Su partida había sido silenciosa, sin
despedidas ni explicaciones.
Chile había cambiado, Santiago
había cambiado. Todo había cambiado en tan solo cuarenta años. Lo único que no había
cambiado era el gris smog y las emergencias ambientales producto de un aire
contaminado y toxico en esa época de la ciudad.
Pero muchas otras cosas seguían
igual. La personalidad de las personas en Santiago de chile durante el inverno
se caracterizaba por el clima frío y nublado.
Las calles estaban serias y
con tintes de introspección. El frio y la menor luz solar puede llevar a una
actitud más reservada o tranquila. No necesariamente es mal humor, pero sí una disposición
más cerrada.
En esta época hay menor
actividad social al aire libre, menos encuentros en plazas o terrazas, y se
prefiere el tiempo en casas o en cafés cerrados. Muchas personas en esta época también
prefieren ir directo a sus destinos, evitando paseos largos o conversaciones en
la calle.
En la calle se veía muchos
abrigos, chaquetas, bufandas, gorros, guantes, botines o zapatillas oscuras.
En el barrio de providencia,
donde las calles todavía olían a jazmines y lluvia vieja, los olores y las
plantas más alergias, tampoco habían cambiado. Los recuerdos tampoco habían cambiado.
Pero pocos recordaban ya la tragedia ocurrida en esa comuna. Menos aún osaban
mencionarla.
La casa de calle Ricardo
Lyon, número 441, estaba intacta inexplicablemente intacta. Ni el polvo había
reclamado sus dominios, ni el tiempo había erosionado la fachada de cal blanca.
Las ventanas seguían
selladas como el día en que partieron, en 1976, tras la desaparición de la
pequeña Isabel Aránguiz, su hija de ocho años. Había desaparecido una tarde
cualquiera mientras jugaba en el pasillo que conectaba la biblioteca con el
invernadero trasero. Sin señales de forzamiento, sin testigos. Simplemente,
dejó de estar.
Ricardo Aránguiz, ahora un
hombre viejo, abrió la puerta principal con una llave que aun funcionaba. Su
esposa, Teresa, entró en silencio, con los ojos cargados de recuerdos. Su hijo
menor, Manuel, nacido en Suecia durante el exilio, observaba con una mezcla de
escepticismo y ansiedad. Lo primero que
notaron fue el olor. No a encierro, sino a tinta fresca, a cera quemada, a algo
parecido al mercurio.
Las paredes del zaguán
estaban cubiertas. No con moho, sino con nombres. Miles de nombres, escritos en
filas ordenadas con una caligrafía que variaba entre lo infantil y lo anciano.
Algunos nombres estaban acompañados de fechas. Fechas de nacimiento, fechas de
desaparición. Algunos nombres aparecían
repetidos, cada vez con una fecha distinta.
Y allí, en medio de todos,
en letras torcidas y aun brillantes, como recién escritas:
“Isabel Aránguiz – 17 de
julio de 1976”
La tinta goteaba lentamente
hacia el suelo, como si el tiempo no hubiese terminado de secarse.
Manuel, que jamás conoció a
su hermana, se sintió observado. Las paredes parecían tener ojos, las letras parecían parpadear con
cada destello de la tenue luz del vestíbulo. Teresa se aferró al marco de la
puerta, murmurando un rezo antiguo, mientras Ricardo, con una mezcla de furia y
tristeza, comenzó a arrancar con las uñas trozos del empapelado.
Pero había un detalle en la acción
de Ricardo. Lo que arrancaba con las uñas no era pintura, no era tinta. Los nombres
estaban tallados bajo la superficie, como si hubieran sido escritos desde el
otro lado de la pared.
Después de unas horas de
estar mirando la pared la familia decidió dormir en la casa. Decisión nacida
del agotamiento más que del valor.
A medianoche, Manuel escucho
el crujir de pasos diminutos. Los siguió hasta la biblioteca, donde los libros
estaban apilados como en un rito interrumpido.
En el suelo, alguien había trazado
un círculo con símbolos que recordaban a los del códice Gigas o los grabados de
las tablillas rongo- rongo de Rapa Nui. En el centro, una pequeña muñeca con
los ojos cosidos con hilos de cobre.
Manuel inspirado en los
recuerdos preguntó con una voz muy baja y temblorosa:
-
¿Isabel?
Después de unos segundos,
una voz infantil, quebrada por el tiempo, respondió desde el pasillo:
- "Estoy jugando. Pero no es juego".
Las luces se extinguieron. Manuel
quedo en shock. El suelo se inclinó como si la casa estuviese viva, respirando.
Teresa gritó desde el segundo piso. Ricardo bajó tambaleante, con los ojos
vidriosos, murmurando: “Es Isabel. Ella está atrapada… en las paredes… la casa
no la deja ir…hay que ayudarla…”
En los días siguientes y con
mucha tristeza la familia entendió que la casa no solo había pertenecido a su
gente sino que también era una especie de “puente”, para las almas que aún no resolvían
su existir entre una dimensión y otra.
Los nombres eran tributos. Marcas.
Registros de los que habían sido absorbidos, no por muerte natural, sino por
desvanecimiento dimensional, una condición en la que el alma es troceada en múltiples
planos. Isabel no había muerto; había sido reclamada por una inteligencia no
humana que habitaba entre los muros, una entidad que usaba la casa como
conducto entre realidades.
El último dia, antes de
abandonar la casa, Teresa volvió a ver a su hija. Una niña pálida, con ojos
huecos y una sonrisa que no le pertenecía. Isabel le susurró algo en idioma mapudungun,
anterior al latín. Luego se disolvió en el aire. Teresa no entendía nada. Teresa
no comprendía todo.
Ricardo insistía en ayudar a
su hija. Estuvo todo el ultimo dia al lado de la pared como buscando algo que
no quería mostrarse. Otra vez de noche Manuel dormía con Teresa en la misma
cama con Ricardo. Pero Ricardo no estaba.
Manuel despertó asustado por
un ruido. Teresa tambien. Ambos bajaron lentamente las escaleras en dirección a
ese muro. Y antes de llegar, un ruido ensordecedor los obligo a taparse los oídos.
Ya cerca del muro entendieron
todo. Ricardo había desaparecido. Y su nombre apareció en la pared lentamente:
“Ricardo Aránguiz – 12 de
agosto de 2019”
Manuel y Teresa huyeron sin
mirar atrás. La casa quedó allí, inmutable, esperando.
A veces, cuando el viento
sopla desde el rio Mapocho hacia las faldas del cerro San Cristóbal, quienes
caminan por Ricardo Lyon dicen oír risas infantiles y pasos diminutos. Y la voz
de un hombre que grita: “no te abandonaremos jamás” Pero nadie se detiene.
Y cada tanto, un nuevo
nombre aparece…
…Tal vez el tuyo…
…Tal vez esté allí…
…Tal vez ya esté allí...
…Pero no lo averigües.
…Sigue viviendo…
…sigue soñando…
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