Los que nunca pierden

 




Los llamaban los intocables. Así, con este tono entre la burla y el miedo, como si fueran parte de una mala novela policial ambientada en la época de la ley seca.

Al “jefe” nadie le decía “corrupto” en voz alta, aunque todos lo pensaban y sabían que lo era, incluso los que le besaban el anillo, porque el “jefe” no daba la mano, daba el anillo, con la seguridad de quien sabe que, en este país, el poder no se gana, se hereda o se compra.

 Durante más de diez años, el “jefe” fue el verdadero presidente. No importaba quien jurara en el palacio de gobierno, quien leía los discursos desde el balcón o quien prometía refundar la nación cada cuatro años. Todos sabían que el poder pasaba por su oficina a kilómetros de distancia de su tierra natal donde las decisiones olían a whiskey caro, habanos, cafeína, manitol, bicarbonato de sodio y mucho miedo.

El “jefe” lo tenía todo; contratos, jueces, alcaldes, generales, periodistas a sueldo, etc. Pero como todo imperio nacido de la podredumbre, el suyo también tenía una fecha de caducidad. Y esa fecha llego un domingo, cuando a los mismos jóvenes que “el jefe” ayudo con estudios y lograron obtener una profesión dijeron: Basta. Ya era suficiente.

Vinieron las cámaras, los titulares, las portadas en letras mayúsculas: La caída del jefe. Pero el “jefe” no se inmuto y como todo ser humano con mecanismos de defensa psicológico bajo, primitivo y caótico acuso a los demás del desastre.

Con la mejor sonrisa “el jefe” hablo y señalo con un discurso memorizado que había y habían sido hostigados hasta el cansancio de persecución política, de traición de sus propios hombres y mujeres, y de que todo era un montaje internacional. La historia me absolverá – gritaba en las entrevistas- con voz firme, como si citara a alguien que no entendía del todo.  

Pero la historia pasa la cuenta a quienes cometen graves errores. La historia no lo absolvió. Lo arrastró. Se lo comió. Y la cárcel hizo el proceso digestivo durante años para poder disolver su personalidad.

En la cárcel, “el jefe” se dio cuenta que el poder- su poder-  no llegaba más allá del comedor común y la ducha compartida.

El “jefe” empezó a entender – muy lentamente- que perder no era solo una eventualidad sino que tambien una forma de purificación. Se dio cuenta, entre murmullos y bronquitis mal curadas, que lo más difícil no era la celda, ni la ropa sin planchar, ni siquiera la humillación de recibir órdenes de un guardia veinte años menor. No. Lo más difícil era el silencio. Porque el corrupto, el torcido, el venal, el sobornable, el deshonesto, el fraudulento, el prevaricador, el tramposo, el mafioso, el coimero, el vicioso, el contaminado es incapaz de callar. Porque el corrupto necesita justificar, gritar su inocencia, defenderse aunque nadie lo escuche.

Y sin embargo, ese era su castigo. No lo barrotes, no el juicio. El castigo era tener que quedarse callado. Asumir. Aprender – por primera vez en su vida- a perder.

Cada vez que un nuevo mafioso entraba a la prisión “el jefe” lo observaba con una mezcla de lastima y resignación. Los veía llegar igual que él; gritando, amenazando, jurando que esto no se va a quedar así y pensaba, sin decirlo, con un cigarro invisible en los labios:

-       Tranquilo compadre. Ya aprenderás. Aquí, el que no sabe perder, aprende a los golpes. Y el que no se calla, termina hablando solo.

 





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