Los que nunca pierden

Los llamaban los intocables. Así, con este tono entre la burla y el miedo, como si fueran parte de una mala novela policial ambientada en la época de la ley seca. Al “jefe” nadie le decía “corrupto” en voz alta, aunque todos lo pensaban y sabían que lo era, incluso los que le besaban el anillo, porque el “jefe” no daba la mano, daba el anillo, con la seguridad de quien sabe que, en este país, el poder no se gana, se hereda o se compra. Durante más de diez años, el “jefe” fue el verdadero presidente. No importaba quien jurara en el palacio de gobierno, quien leía los discursos desde el balcón o quien prometía refundar la nación cada cuatro años. Todos sabían que el poder pasaba por su oficina a kilómetros de distancia de su tierra natal donde las decisiones olían a whiskey caro, habanos, cafeína, manitol, bicarbonato de sodio y mucho miedo. El “jefe” lo tenía todo; contratos, jueces, alcaldes, generales, periodistas a sueldo, etc. Pero como todo imperio nacido de la po...