Cartas a Dios: XI - En algún lugar entre la duda y la necesidad de creer.

 



Querido Dios:

En algún lugar entre la duda y la necesidad de creer.

Señor:

Es demasiado extraño que durante siglos te hemos invocado los hombres y mujeres; con temor, con fe, con resignación o, como yo ahora, con una mezcla de irreverencia y suplica.

Te escribo con la libertad que solo concede la incertidumbre, y también con la esperanza – esa adicción incurable del espíritu humano – de que, si existes, leas esto, y si no, que al menos me sirva para organizar las preguntas que me carcomen el alma desde hace años.

¿Por qué, señor, debemos vivir bajo tu mirada constante? ¿Por qué esa eterna supervisión, ese ojo invisible pero omnipresente, como el de un centinela que nunca duerme, vigilando nuestros pasos, nuestros pensamientos, incluso nuestros pecados más íntimos y nuestras virtudes mas solitarias?

¿No es eso, acaso, una forma sutil – y sin embargo implacable – de dictadura espiritual? ¿Un gran hermano celeste que, a diferencia del de Orwell, no necesita cámaras ni micrófonos por que habita en nuestra conciencia, en nuestra culpa, en esa sombra que nos sigue aunque estemos solos?

Comprendo, claro, que el hombre sin Dios puede extraviarse. Lo he visto: en guerras, en injusticias, en esa tendencia terrible que tenemos a convertirnos en lobos unos de otros.   Pero tambien he visto – y tú no puedes haberlo visto – las atrocidades cometidas en tu nombre. El inquisidor que tortura por amor a ti. El fanático que mata convencido de que así te sirve. El político que se arrodilla ante ti mientras traiciona a su pueblo. El que habla de ti pero no se corresponde con su acción. Sino que se ocupan en tu nombre para manipular a quienes creen de verdad.

Entonces, ¿para qué sirve tanta supervisión, si no nos ha hecho ni más buenos ni más malos ni más sabios, ni más inteligentes?

Tal vez que lo pregunto, señor, no es una respuesta sino un permiso. El permiso de vivir sin el yugo de la vigilancia perpetua, o al menos con la madurez de asumir que si somos libres, también tenemos derecho a equivocarnos sin miedo a un castigo eterno.

No pido que desaparezcas ni siquiera que calles. Solo que concedas el espacio que se le da a un hijo cuando empieza a caminar solo: ese momento sagrado en que ya no lo sostienen las manos del padre, pero todavía siente su amor, como un viento suave detrás de los hombros.

Si tú eres amor, como tanto se dice, ¿no sería ese el mayor gesto de amor? Dejar que te busquemos no por miedo, sino por deseo. No por supervisión, sino que por una nostalgia inexplicable.

Y si no estás – si todo esto no es más que un eco del miedo humano a estar solo en el universo -, entonces gracias también. Porque incluso tu ausencia nos ha enseñado a imaginar, a construir sentido, a escribir cartas como esta.

Con duda,

Con respeto,

Con un poco de insolencia que espero sepas perdonar,

Rodrigo




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