El imbécil - Parte I -
El enfermo tenía un gran amigo; El imbécil. Aunque el enfermo no era tan amigo como el imbécil del enfermo. ¿Cuál es la única obligación que tenemos en esta vida? No ser imbéciles. El imbécil puede ser todo lo ágil que se quiera y dar brincos como una gacela. Pero, no se trata de eso. Si el imbécil cojea no es de los pies, sino del ánimo: es su espíritu debilucho y cojitranco, aunque su cuerpo pegue unas volteretas de órdago. [1]
El imbécil desde pequeño tuvo
problemas en el desarrollo. Era insuficiente
en su autonomía. El imbécil había desarrollado una necesidad patológica del
reconocimiento ajeno. Cada cinco minutos el imbécil preguntaba a quien estaba
presente si sus pensamientos o divagaciones eran las correctas o no. Lo peor
del caso es que el imbécil a pesar de estar equivocado en su entretejido
ideático trataba de convencer a quien le escuchaba que estaba en lo cierto. El
imbécil, en este sentido se hizo experto en manipular mentes. Pero no
manipulaba a través de la lógica y la inteligencia emocional, racional e irracional, sino que a través de la
creatividad más negativa e impura; la mentira.
El padre y la madre del imbécil
lo quisieron mucho desde pequeño, pero ambos descubrieron que el imbécil
también tenía una facilidad de ser convencido por ideas negativas. Cuando al
imbécil se le presentaban ideas positivas desconfiaba de ellas. No las creía.
Las ideas positivas les parecían carentes de importancia. Para el, las ideas
positivas solo eran parte de la imaginación de cualquier persona y no merecían
de mayor atención. El imbécil, creía además que las ideas positivas no existían
y que solo eran espacios y resultados de una fe ciega ante hechos de la
realidad. Por tanto, el imbécil carecía de fe y esperanza.
El imbécil también creía en
Dios. Pero era un dios sin forma. Su contenido estaba abrumado de dudas e ideas
mágicas casi fantásticas de un ser supremo que solo castigaba. El dios del
imbécil nunca proveía. Ni de alegría ni de felicidad. Menos de amor.
El Dios
del imbécil era Tontalus: El dios de los errores y los despistes. En la antigüedad,
en un mundo donde las estrellas parecían menos brillantes y el sol se olvidaba
de salir a veces, los habitantes de la Tierra adoraban a un dios peculiar,
conocido como Tontalus, el dios de los errores, los despistes y las decisiones
que no tienen sentido. Tontalus era representado como un dios de gran tamaño,
con una gran corona de plátanos sobre su cabeza, en lugar de una corona real.
Su vestimenta era una mezcla de ropa al revés, con un zapato en cada pie y un
calcetín en la mano. Sus ojos, de un color turquesa brillante, siempre miraban
en direcciones opuestas, creando la ilusión de que nunca prestaba atención a
nada, lo que era completamente cierto. Tontalus tenía una habilidad única:
podía hacer que sus seguidores cometieran los errores más absurdos sin darse
cuenta. Si alguien olvidaba lo que había dicho hace un momento, Tontalus
sonreía desde el cielo. Si una persona dejaba caer un plato al suelo, se decía
que Tontalus lo había guiado con su mano invisible. Incluso las tormentas más
extrañas, donde el sol y la lluvia caían a la vez, eran consideradas obras de
Tontalus, quien a menudo olvidaba las reglas de la naturaleza. Para agradar a
Tontalus, los devotos debían hacer sacrificios ridículos. Se les pedía que
trajeran a su altar cosas innecesarias: una rueda rota, un reloj sin pilas, o
incluso un trozo de pan que nadie quería comer. Se creía que, al hacerlo,
Tontalus les bendeciría con una vida llena de absurdos momentos que, aunque aparentemente
incomprensibles, siempre les daban una risa al final. Cada año, en el "Día
de la imbecilidad", todos los seguidores de Tontalus se reunían para
celebrar los errores más grandes de su vida. En lugar de corregirlos, los
festejaban como si fueran hazañas épicas. Se arrojaban cucharas en las paredes,
intercambiaban las llaves de sus casas, y organizaban competiciones para ver
quién podía caminar en círculos sin darse cuenta. El gran premio era una
medalla dorada en forma de una pizza sin queso, símbolo de la gloria divina de
Tontalus. Aunque su reinado fue tan errático como él mismo, Tontalus enseñaba
una valiosa lección a sus seguidores: que la vida no siempre tiene que ser
perfecta. Los errores, las equivocaciones y los despistes eran solo partes
naturales del viaje. Nadie sabía exactamente qué había querido Tontalus
enseñar, pero los fieles creían que, al menos, si cometían un error, no era tan
grave como no haberlo cometido. De modo que, incluso en tiempos de caos y
confusión, Tontalus fue adorado por generaciones, recordando a todos que, a
veces, ser un "imbécil" es solo una forma de ser genuinamente humano.
Pero el imbécil nunca entendió la moraleja.
Para
el imbécil el amor no era más que un ritual insípido que solo servía para
saciar la navidad y el narcisismo de las personas. Por tanto, el imbécil jamás
se había enamorado. El imbécil solo sentía amor por el halago, la ambición, la
destrucción, la distorsión de la realidad y el caos.
Fue
una noche. En una reunión donde el imbécil tomando un café sintió como alguien
hablaba en otra mesa. El imbécil quedó perplejo ante las palabras de quien las
emitía. Se había dado cuenta que no solo habían otras personas sino que también
que no hablaban las idioteces que el emitía.
El
imbécil antes de conocer al enfermo recordó que paso años sin tener una
relación interpersonal estable. Era un hombre muy solitario y tenía otra
peculiaridad: culpaba al mundo de sus errores y equivocaciones. Un día, el
imbécil se sintió tan mal que el doctor lo diagnostico como un hombre sin alma.
Y el imbécil le respondió al doctor que él sin alma era él. Ya que el imbécil
consideraba que era perfecto.
El enfermo y el imbécil cuando
se encontraron en las innumerables vueltas que da la vida hicieron amistad de
inmediato. Mientras el enfermo seguía hablando en esa mesa de aquel café
escondido de ruidos y luces se acercó lentamente. El imbécil se acercó más de
prisa cuando el enfermo hablo de algunas características que el imbécil poseía.
Ya que el imbécil era adicto al halago. El imbécil ya a un lado del enfermo
saludo amablemente. El enfermo con solo tres palabras lo convenció de su
amistad. Y le dijo:
- - Eres un imbécil.
- - De verdad – preguntó asombrado el
imbécil.
- - Sí. Pero un imbécil sabio. - señaló
el enfermo-
- - ¿Cómo es eso?
- - Muy fácil de entender. Como eres un
imbécil que significa falto de conocimiento yo puedo guiarte por la verdadera
senda del conocimiento ya que tú puedes.
- - Tu eres mi amigo – concluyo el
imbécil.
Después
de horas y horas de conversación el imbécil y el enfermo llegaron a un acuerdo.
Formaron un pacto. Uno muy simple. Un pacto, una alianza y un compromiso.
Tomarse el poder a través de la manipulación de las ideas. Pero no a través de
la manipulación de ideas lógicas y de inteligencia racional, irracional y
emocional. Sino que a través de la distorsión de la realidad. A través de la
compra y venta de ideas generales que permitieran credibilidad.
Lo
primero que hicieron para llevar a cabo tal misión fue buscar las palabras que
más se repetían en su cultura. Las encontraron.
Y cuando las encontraron lanzaron las primeras ideas a las personas del
café. El enfermo se puso de pie. El imbécil le acompaño. El enfermo toco su
taza con una cuchara y dijo:
- Estimados miembros de tan augusta
tienda. Quiero compartir unas ideas que han surgido de mi mente mientras bebía
tan exquisito manjar café. Si algún día alguien nos ataca deben reflexionar
acerca de las siguientes ideas; Si ganas, no necesitas dar explicaciones, pero
si pierdes, no deberás estar ahí para explicar nada, nunca te compares con los
demás porque si lo haces, te estás insultando a ti mismo, los obstáculos no
existen para rendirnos ante ellos, existen solamente para romperlos y por ultimo
tan honorable audiencia, la vida no perdona la debilidad… la vida no perdona la
debilidad… la vida no perdona la debilidad… la vida no perdona la debilidad… la
vida no perdona la debilidad.
Las personas en ese café
quedaron estupefactas. Solo sus manos se movían. Y emitieron un ruido tan
profundo y alto que se escuchó a más de tres cuadras como de pie, el enfermo
daba su primer paso. Y el imbécil lo apoyaba.
Y, lloraba
El imbécil apoyaba al
enfermo por razones superficiales, emocionales o porque no tenía la capacidad
de cuestionar o entender las implicaciones de esa elección.
El imbécil apoyaba al
enfermo por afinidad personal, no por convicción. El imbécil seguía al enfermo
porque le gustaba su personalidad o porque tenía una presencia carismática, sin
importarle demasiado las ideas o propuestas del enfermo.
Como el enfermo en ocasiones
se presumía divertido, simpático o hablaba de manera fuerte y convincente, el
imbécil sentía que estaba en casa.
El "imbécil"
seguía al enfermo sin hacer preguntas ni cuestionar sus decisiones, creyendo
ciegamente en lo que se decía sin ver los resultados reales. Solo se dejaba
llevar por slogans vacíos o promesas superficiales.
A menudo, el
"imbécil" apoyaba al enfermo porque sentía que sus propios intereses
se veían beneficiados, aunque de forma efímera o engañosa. El imbécil no
pensaba en el bien común ni en las consecuencias a largo plazo; solo se
enfocaba en lo que puede obtener en ese momento, como reconocimiento, poder o
alguna ventaja personal, aunque sea temporal.
Y el imbécil lloraba.
El "imbécil" a
menudo, apoyaba al enfermo porque sus
discursos apelaban a lo visceral, no a lo racional. Si el enfermo prometía
resolver un problema de manera rápida y sencilla, aunque sea irrealista, el "imbécil"
se sentía atraído por esa promesa, sin evaluar si es posible o éticamente
correcta.
El "imbécil" que apoyaba al enfermo no
pensaba en las consecuencias futuras de sus acciones o de las decisiones que el
enfermo tomaba. Solo estaba interesado en lo que el enfermo podía hacer por él en el presente, sin pensar
en el daño que puede causar en el futuro a él mismo o a otros.
De todas formas, el
"imbécil" no era consciente del impacto real de la elección del
enfermo. Ni de su propia elección. Ni de sus propias elecciones.
Y el imbécil lloraba...
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